La primera persona ciega que conocí

Fotografía de Enrique King
Numero edicion
Edición Número 32

Autor:

Enrique King

Es probable que el nombre de Ernesto Rodríguez Pulecio no sea reconocido por muchos, pero fue la primera persona ciega que tuve oportunidad de conocer directamente cuando aún era un adolescente.

Como muchos, antes de los 20 años solamente había visto personas ciegas en películas de televisión, tal vez en las noticias o quizá caminando por la calle usando bastón, pero eran para mi todos desconocidos y lejanos.

Don Ernesto Rodríguez, periodista bogotano, radicado en Barranquilla, fue un hombre que supo enfrentar con optimismo todo lo bueno que la vida puso a su servicio. Aunque para muchos, su vida carecía de aquellas cosas que todos valoran como lo esencial para ser feliz.

Casado con doña Isabel de la Espriella Palacio, tuvo un matrimonio feliz en el que nunca hubo hijos. Hacían una pareja que daba gusto ver, unidos por un amor de novela y comprometidos ambos, en buenas causas que compensaban con creces la paternidad.

Habiendo superado esta difícil situación, sobrevino la ceguera. Supe mucho después que fue producto de una retinitis pigmentosa, que paulatinamente fue minando su visión hasta perderla totalmente. Aun así, Don Ernesto jamás perdió la visión de un mundo mejor para todos; escribía en esa época en que lo conocí, una columna para el periódico El Heraldo de Barranquilla y se había especializado en temas relacionados con la superación personal y la mirada optimista de la vida frente a las realidades que enfrentaba la ciudad de Barranquilla a 20 años de la terminación del siglo XX.

Lo conocí, cuando asistí a una de esas conferencias a las que nos hacían ir antes de graduarnos de bachilleres. Una serie de conferencias que el Colegio Americano de Barranquilla, donde me gradué de bachiller, programaba a lo largo de nuestro último año de estudio para asegurarnos un mejor vivir como sus exalumnos. Habíamos asistido a tantas charlas y conferencias, que al ingresar al paraninfo, como le llamábamos al auditorio, pensaba asistir a una más de esas charlas aburridoras que había que soportar. Pero no fue así.

Por alguna extraña razón, que tal vez algún día comprenderé, este hombre me impactó. Jamás había visto a alguien leer con los dedos; era una persona ciega real; hablaba con tal convicción que se hizo un silencio inusual en el paraninfo mientras habló. Tal vez no recuerdo hoy ninguna de sus ideas ni lo que dijo, pero recuerdo con total claridad que mi mente se llenó de pensamientos, que hasta ese día no habían circulado en mi mente.

Finalizada la conferencia de los doscientos estudiantes próximos a graduarnos de bachilleres, tan solo unas cuatro personas sentimos la curiosidad de acercarnos para ver de cerca lo que hasta el momento había sido desconocido y lejano para nosotros, una persona ciega real, le hice todas esas preguntas necias que continúan haciendo diariamente quienes como yo en ese momento no entendíamos que la ceguera es tan solo otra forma de ser normal.

Surgió una amistad entre nosotros que fue interrumpida por la decisión de radicarme en la ciudad de Bogotá. Unos años después, de vacaciones en Barranquilla, quise volver a visitar a este amigo y contarle de todas las personas ciegas que había conocido, pero supe que un cáncer de garganta había apagado su voz para siempre y usaba un aparato, que en contacto con su garganta, le ayudaba a producir una voz metálica y robótica, pero su férrea voluntad de sonreírle a la vida por encima de las dificultades, nunca la perdió. Compartimos un tiempo que jamás olvidaré. Aprendí desde entonces que no vale la pena sufrir por lo que no tenemos, sino ser conscientes de que con lo que tenemos, sea poco o mucho, siempre podremos ser felices.